MERCADOS

Son las nueve de las nueve y media de la noche y en la Centre Court de Wimbledon se encogen los estómagos. Habla un buen hombre, comprometido, genuino en un mundo donde hay no poca apariencia. Un competidor salvaje. Su coronilla ha empezado a despoblarse y se han acentuado las entradas; 37 años, tipo duro, ahora afligido. Andy Murray no deja el tenis, sino que el tenis le deja a él. Ahora sí que sí, se acaba el recorrido. “Es duro. Me encantaría seguir jugando, pero físicamente no puedo. Las lesiones se han acumulado y no han sido insignificantes. Quiero jugar para siempre, amo el deporte; me ha dado tanto… Me ha enseñado muchas cosas que me servirán para el resto de mi vida. No quiero parar, es duro”, dice al empuñar el micro tras casi dos minutos de ovación cerrada en la pista central.

Aplauden emocionados Novak Djokovic, John McEnroe y Martina Navratilova. Y la organización proyecta un vídeo que resume el largo viaje, extraordinario, a punto ya de cerrarse. Aparece el joven Murray, aquel de los alaridos, el que elevaría tres grandes, el que alcanzaría la cima y tutearía a los tres gigantes; de repente, un rudo escocés entre Federer, Nadal y Djokovic; 46 títulos en la élite, tres grandes y dos oros olímpicos; 11 finales en los majors y 1.001 partidos individuales a las espaldas. Pierden él y su hermano Jamie este último, simbólico, en el dobles porque una reciente operación de espalda impide el desfile en solitario y, al menos, piensa, tiene el adiós que deseaba al torneo de los torneos: Londres, el verde, la sagrada Catedral, allí donde fulminó tantos fantasmas y donde se sobrepuso a la asfixiante sombra de Fred Perry.

“No recuerdo mucho de aquella noche. Me tomé unas pocas copas y, desafortunadamente, vomité en el taxi de vuelta a casa”, bromea, refiriéndose al título de 2016. “El mejor”, matiza. Cuenta también que conoció a su esposa Kim cuando tenía 18 años y que entonces, en Nueva York, hija ella de un entrenador, le pidió su correo electrónico. Cuatro hijos y dos décadas después, ella ríe en la tribuna y aplaude al tenista que escogió un camino propio, a veces impopular, en ocasiones distinto. No tuvo reparos Murray en decirle al mundo alto y claro que él es escocés, de Dunblane y no inglés, ni tampoco en contratar a una entrenadora como Amélie Mauresmo cuando no había ninguna en los banquillos masculinos y el mismo que hoy viaja en coche eléctrico en vez de contratar vuelos privados.

Llegó él, y el tenis británico sonrió tras 77 años de sequía, los que transcurrieron del viejo hito de Perry (1936) hasta su primera entronización en casa, 2013. “Claramente, Novak tuvo un mal día…”. Apareció Murray, el de las malas pulgas, aliado con el fiero Ivan Lendl, y a los tres fueras de serie les empezó a resultar todo un poco más difícil, menos sencillo, se había colado un intruso; se escribía en Reino Unido con orgullo de un Big Four y la cuna del tenis fantaseaba. Se sigue fantaseando: Murray, formidable jugador, pero, ¿qué hubiera sido de él si no hubieran estado de por medio Federer, Nadal y Djokovic? Pero estaban, y después de llegar a lo más alto, a los problemas de espalda se añadieron los de la cadera; dos operaciones, titanio en el cuerpo y un amago de adiós, 2019. Pero se rebeló. Rehabilitación y challengers. Dolores en segundo plano. Y así hasta hoy, a punto de acabar.

Será en París, este verano los Juegos. Entretanto, goodbye my friends, see you my people. Tal vez un mixto con Emma Raducanu como colofón, pero el trabajo está hecho y en breve llegará el día después. “No lo hice todo bien, estuve lejos de ser perfecto. Pero independientemente de los altibajos del deporte, siempre di el máximo. Y estoy orgulloso”, cierra Murray. O todo por el tenis.

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