MERCADOS

Ricardo Corazón de León era un combatiente formidable, un verdadero Rambo, pero también un hombre práctico. Así lo prueba el hecho de que, en 1191, durante su estancia en Sicilia camino de Tierra Santa para participar en la Tercera Cruzada, el monarca inglés canjeó la legendaria espada Excalibur por barcos a fin de cruzar el mar con sus tropas. Ricardo portaba la que se tenía por la célebre espada del mítico rey Arturo, héroe de los romances medievales, porque se la habían entregado los monjes de Glastonbury, que afirmaban haberla encontrado en la supuesta tumba de Arturo en la abadía. Tancredo de Lecce, gobernador de Sicilia, se quedó fascinado con la espada (¡y quién no!) y Ricardo, con gran pragmatismo, se la canjeó por cuatro grandes barcos de transporte y quince galeras. “Un intercambio tan poco sentimental de este objeto y talismán demuestra la vena calculadora y organizativa de Corazón de León, y su determinación para lograr la victoria”, señala al relatar el episodio en su libro Guerreros Dios, una historia moderna de las cruzadas (Ático de los libros, 2024), el historiador británico y gran especialista en el fenómeno Jonathan Phillips.

“Que Ricardo cambiara Excalibur por transporte parece casi un chiste”, abunda Phillips, profesor de Historia de las Cruzadas en la Universidad de Londres, en una entrevista en Barcelona con este diario. “Pero que decidiera que le eran más útiles los barcos que la espada, por muy famosa que fuera, es bastante inteligente; y al parecer tenía tres Excalibur más…”. La anécdota es una de las muchas con las que Phillips, que ya nos deleitó con su biografía de Saladino y su historia de la desviada cuarta cruzada (ambas también en Ático de los libros), sazona su apasionante y entretenidísima historia global de las cruzadas, muy centrada en los personajes de los que desde luego esos enfrentamientos épicos entre el cristianismo y el islam no andaban escasos. Por las páginas aparecen Saladino, claro, Pedro el Ermitaño, Godofredo de Bouillon, Balián de Ibelín (encarnado a su aire por Orlando Bloom en El reino de los cielos de Ridley Scott), y el Rey Leproso, pero también San Francisco de Asís, que estuvo con los cruzados en Damieta, o Tancredo (el sobrino del feroz sículo-normando Bohemundo de Tarento), cuya diarrea fue decisiva para la toma de Jerusalén, pues al escabullirse a una cueva para aliviarse descubrió un depósito de vigas de madera (de las que los cruzados estaban escasos) que sirvieron para construir las torres de asedio, catapultas y un ariete. También la reina Melisenda, que desafió las convenciones de género, que buenas eran en la Edad Media, y gobernó el Reino de Jerusalén por encima de su marido, el conde Fulco V de Anjou, hijo por cierto del tan interesante Fulco IV Le Réchin, el desagradable, cuya agitada vida sexual es solo comparable a su contribución a la moda al inventar los zapatos en punta.

Phillips ha querido ofrecer una amplia panorámica del tema, tratando de mostrar además aspectos poco conocidos y contradicciones: amistades y alianzas entre cristianos y musulmanes, los valores compartidos por las élites guerreras de ambos bandos, o el hecho de que recuperara Jerusalén para los cruzados, en la quinta cruzada, un rey que había sido excomulgado, Federico II. El estudioso no se limita a las ocho cruzadas oficiales (nueve si se consideran dos la última), sino que incluye otros fenómenos como la cruzada contra los cátaros, la de los niños, las bálticas, la conquista de Granada o incluso el descubrimiento de América. Al respecto señala que Colón “quizá no sea el personaje que a uno le viene primero a la cabeza cuando piensa en un cruzado”, pero “su intención última, como muestra en sus diarios, era sentar las bases para la recuperación de la propia Jerusalén”. También contiene el libro un interesantísimo capítulo sobre la influencia posterior de las cruzadas, sus imágenes y metáforas, en el que aparecen Walter Scott, Gordon de Jartum, el Káiser Guillermo II, el general Allenby, Franco y George W. Bush (y Batman, “el Cruzado de la capa”); y por el lado musulmán Nasser, Sadam Huseín o Bin Laden.

“He querido mostrar las cruzadas más allá de la pura invasión de Tierra Santa”, explica. “Fueron un fenómeno mucho más amplio, flexible y duradero de lo que se suele pensar. Por ejemplo, desde muy pronto el papado interpretó la lucha contra los musulmanes en la Península Ibérica como una forma de cruzada, con los mismos beneficios espirituales. En 1095, Urbano II les dijo a los caballeros castellanos que querían ir a Tierra Santa que ayudarían más a la causa luchando en casa. La caída de Granada en 1492 se vio como la culminación de una cruzada y también se conceptualizó como cruzada la Armada invencible en 1588. En realidad, la idea de cruzada no se extinguió en Occidente hasta la Ilustración, que la desacreditó, una tradición de la que se hizo eco luego Runciman. Pero renació con el movimiento romántico (y las novelas de Walter Scott como Ivanhoe y El talismán), el orientalismo, el imperialismo y la expansión colonial”.

El historiador recuerda el impacto que tuvo el que Bush usara la palabra cruzada en su respuesta al 11-S, para provecho de Bin Laden. “Fue un verdadero regalo propagandístico para Osama: Bush no fue nada inteligente, al situar el conflicto en términos religiosos, que era lo que sostenía Al Qaeda”. ¿Hay ecos de las cruzadas en la guerra de Gaza? “Sí, Hamás ha llamado a los israelíes ‘los nuevos cruzados’ y reivindica la memoria de Saladino. Pero el argumento no se sostiene: uno de los efectos de las cruzadas fue precisamente estimular los pogromos contra los judíos, que eran muy perseguidos entonces”.

De la galería de personajes de Los guerreros de Dios, su autor destaca a Melisenda de Jerusalén. “Se asocia normalmente las cruzadas con batallas y hombres y no se suele tener en cuenta la importancia de las mujeres, como Melisenda, tan central, con una personalidad tan destacada y capaz de tomar decisiones trascendentales”. ¿Fue Melisenda más importante que Sibila, la hermana del Rey Leproso y también reina de Jerusalén? “Sí, en términos de pode;, Sibila fue más pasiva, aunque logró mantener el linaje. Y desde luego tenía carácter: cuando para acceder a la corona le impusieron divorciarse de Guido de Lusignan, accedió pero con la condición de poder volver a casarse con quien quisiera, y eligió entonces a… Guido de Lusignan”. Sibila y Guido salen en El reino de los cielos, donde Sibila prefiere a Orlado Bloom. Phillips ríe quedamente. “Ridley Scott hizo lo que quiso. La suya es una película sobre los peligros de la religión y en ella los ideales más nobles no los expresa esta sino la caballería, con su código ético. El cine tiene su propia lógica. Hay una serie turca sobre Saladino en la que lo hacen miembro de la dinastía contra la que se alzó, para que no aparezca como un usurpador, lo cual es una majadería”.

En Los guerreros de Dios se aprecia una reivindicación de Ricardo. “Era un guerrero admirable, pero además era muy pragmático. Hizo cosas atroces, sí, como masacrar a los musulmanes capturados en Acre. Hoy hubiera sido considerado un criminal de guerra. Pero eso se debió a necesidades logísticas —el acuerdo para liberarlos se retrasaba, había que alimentarlos—. Ricardo fue horriblemente pragmático ahí, aparte de que él y Saladino jugaban una compleja guerra psicológica. Como líder militar era mejor que Saladino y se le puede admirar por eso, pero no le perdono Acre. De todas formas, hay que recordar que Saladino, considerado tan noble, hizo matar a todos los miembros de órdenes religiosas, templarios y hospitalarios, capturados tras la batalla de Hattin. En ambos casos era la guerra, y la guerra medieval”. El pasaje en el que describe a Ricardo, pelirrojo, con una túnica roja y acompañado de un estandarte rojo, desembarcando de un navío en la playa de Jaffa, saltando al mar el primero y disparando una ballesta (paradójicamente moriría en 1199 en el asedio de un castillo en Francia alcanzado en el cuello por un virote), es antológico. “Esa embestida, que recogen las crónicas, era una buena manera de mostrar su audacia. Luchaba como un Rambo o un superhéroe. Era un hombre peligroso, vivía en el frente”. Lo que no quita, añade, que fuera un líder con meticulosa atención a los detalles, cauteloso, gran estratega y hábil diplomático. La tercera cruzada, apunta, tiene una subtrama que es la relación que cultivó Ricardo con Safadino, el hermano de Saladino. Phillips descarta “absolutamente” que Corazón de León fuera homosexual y ni siquiera bisexual. “Era estrictamente heterosexual, tuvo un bastardo y le gustaban mucho las mujeres”, zanja

Volviendo a El Reino de los cielos, la escena de cómo Saladino mató con su propia mano, de un tajo de cimitarra, al odiado Reinaldo de Châtillon está muy lograda. “Sí, fue bastante de esa manera”, acuerda Phillips. “Pero la película caricaturiza a Reinaldo. Era desde luego un hombre muy violento, hay ese episodio histórico en el que unta con miel al patriarca de Antioquía y lo deja en una torre para que se ceben en él los insectos. Era un bruto, muy desagradable. Sin embargo, puso en evidencia a Saladino con su audaz y provocador raid contra la Meca y Medina. Y Saladino tenía razones para odiarlo. Lo que no muestra la película, porque no hubiera funcionado dramáticamente, es que el sultán espero varias horas antes de matarlo, para que lo pasara mal”.

¿Cómo era combatir en las cruzadas? “Extremadamente duro. Pero no muy diferente a luchar en Europa, excepto por el clima y las enfermedades. Murieron más cruzados por ellas que en combate. Y era difícil mantener la moral, lejos de casa, sin ver a las familias tanto tiempo, en los largos asedios. Había que afrontar tácticas distintas del enemigo, luchaban de otra forma”. Una imagen notable del libro es la de los cruzados como alfileteros, con las armaduras con hasta diez flechas clavadas, avanzando estoicos. “Los arqueólogos han encontrado un castillo con esqueletos de la época que muestran qué tremendas eran las heridas en esa clase de guerra. Uno tiene el antebrazo cortado a la altura de donde le llegaba la cota de mallas, otro, espadazos en la pelvis, otro más, la mandíbula seccionada”.

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