MERCADOS

David Peña Dorantes (Lebrija, Sevilla, 55 años) llegó hace un cuarto de siglo a la pequeña ciudad francesa de Mont-de-Marsan, enclavada en el límite del bosque de las Landas, decidido a aprovechar una oportunidad: el Festival de Arte Flamenco más antiguo del país galo, que se celebra desde 1979, programó aquel año (en el verano de 1998) el primer concierto como solista del músico lebrijano, solo conocido entonces en los cenáculos muy flamencos por sus profundas raíces familiares, que lo entroncan con las grandes estirpes gitanas de Lebrija y Utrera que han escrito la historia del cante jondo.

Fue en el recoleto teatro de esta ciudad, a orillas del río Midouze, donde sonaron por primera vez los acordes de Orobroy, una melodía que Dorantes había compuesto en su adolescencia y que esperaba también su ocasión en un cajón que el músico no abrió hasta años más tarde. Y se obró el milagro: de Mont-de-Marsan al mundo. Campañas de publicidad, politonos en los móviles, sintonía de programas de televisión, hilos musicales de hotel, Orobroy pasó a convertirse en el himno flamenco que es hoy, reivindicado por el pueblo gitano, con su letra escrita y cantada en romaní, reproducido hasta la saciedad y con un nivel de popularidad al nivel de Entre dos aguas, de Paco de Lucía.

A Dorantes, la oportunidad del festival lo convirtió en el referente de la música flamenca que es hoy, como uno de sus principales compositores; le quitó a su piano ese sentimiento de instrumento intruso en el mundo del flamenco y lo sacó de los cenáculos gitanos de su Lebrija natal para pasearlo por el mundo. Pero todo tiene un límite y, durante un tiempo, tras digerir la popularidad, necesitó separarse de esta melodía para demostrar que había “mucho más aparte de Orobroy”, confiesa casi ruborizado este gran artista, que conserva casi intacta la timidez y humildad de aquel verano de 1998.

En el mismo escenario de hace 25 años, el pasado miércoles, Dorantes recordó el estreno de su carrera como solista. Mont-de-Marsan apenas ha cambiado, la afición al flamenco sigue intacta, la ciudad vive estos días con horario y costumbres españolas, entre talleres, clases, escenarios abiertos y aperitivos con tapas. Pero el músico de Lebrija, sí. Recibido y ovacionado como una gran estrella, Dorantes realizó a lo largo del concierto un repaso por su trayectoria que estuvo marcado por la gratitud, el virtuosismo y la memoria, con el homenaje a su padre, el guitarrista Pedro Peña, hermano de Juan Peña, El Lebrijano, a quien le debe su carrera como pianista.

“Yo apenas tenía 4 años cuando iba a visitar a mi abuela y tocaba un piano que había en su casa de Lebrija. Pero a mi padre, que era profesor de EGB, lo trasladaron a Sevilla, nos mudamos, y de repente perdí de vista ese instrumento. Calmaba mis inquietudes musicales con la guitarra, pero el piano seguía ahí. Hasta que un día mi padre se presentó en mi casa con un piano. Me entró de todo por el cuerpo, me recuerdo como el niño más feliz del mundo”, rememoró Dorantes al término del concierto.

Su familia fue la que protagonizó también aquella primera noche: hasta Mont-de-Marsan lo acompañaron su padre —al cante— y su tío. “Tengo un recuerdo muy familiar, estaba muy arropado, pero también recuerdo el miedo, la responsabilidad y la inquietud de ver si aquello funcionaba, sobre todo con un público diferente”. Y funcionó.

El pasado miércoles, Dorantes echó el resto. Acompañado por las gitanísimas voces de las hermanas Rodes, el baile de Leonor Leal y su inseparable Sergio Fargas a la percusión, se encontraba “feliz por la reacción del público”, por el lugar en el que había tocado, por todo lo que significa. “Fue el primer festival que me abrió la puerta en la que poder mostrar mi obra. A partir de aquel concierto, empecé mi carrera como instrumentista, le tengo mucho cariño. He seguido viniendo, pero como aquella noche mágica, ninguna”.

A las puertas del teatro Le Moliére de Mont-de-Marsan lo esperaban decenas de aficionados para fotografiarse con el artista sevillano. Sin embargo, siete discos después y una carrera internacional de consolidado prestigio, Dorantes siente que aún se encuentra “en permanente alerta, en continua preparación”. Su formación clásica le ha permitido hilvanar el flamenco con otros lenguajes musicales. Por su conversación —y sus trabajos discográficos— desfilan nombres que van desde Béla Bartok a Stravinsky. “No quiero tener cadenas ni límites”, asegura, pero también las músicas de raíz, como la hindú o la brasileña: “En cada una de ellas encuentro cosas para poder cargar mi mochila y tener recursos y una paleta musical mucho más amplia”. Precisamente, de Mont-de-Marsan regresó ayer, jueves, a Sevilla a encerrarse en su estudio. En el horizonte más cercano se encuentra el estreno en la próxima Bienal de Flamenco de Sevilla de Scarlattianas (tributo a Domenico Scarlatti), un nuevo trabajo en el que va a traer obras de este músico del Barroco a su mundo: “Estoy en un momento creativo más atrevido”.

En estos 25 años que han sucedido al estreno de Orobroy “han pasado muchas cosas, pero han pasado también muy rápido”, explica volviendo la vista atrás. Una de las más importantes para Dorantes ha sido conseguir cierta normalización del piano como instrumento flamenco. “Todavía le queda. No tiene el mismo papel que la guitarra, algo que es lógico, pero yo espero que en un futuro tenga un papel más importante. Que se normalice más”. Sabe que escogió el camino más difícil, con un padre guitarrista y una familia cantaora que le habría allanado el camino si su elección hubieran sido las seis cuerdas. “Ni lo pensé. Me enamoré del piano y nada más, me encontré con dificultades pero las he intentado ir resolviendo. Era un camino difícil que estoy recorriendo con mucho gusto”, asegura apresurado antes de ir a encontrarse con su público, muchos de ellos pertenecientes a la comunidad gitana del sur de Francia, donde estos días se habla español y se toca las palmas por bulerías en un bellísimo encuentro cultural que marca el verano de la capital de las Landas.

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