MERCADOS

Hasta el 6 de octubre de 2023, Luis Har (Buenos Aires, 71 años) era un ciudadano anónimo que dividía su vida en Israel entre dos kibutz cercanos a Gaza: Urim, en el que estableció tras emigrar de Argentina en 1971, y Nir Itsjak, donde residía su pareja, Clara Marman. Aquel día, ambos disfrutaban del festivo con dos hermanos y una sobrina de Clara y decidieron quedarse a dormir. Al alba, un grupo de milicianos irrumpió por sorpresa en la casa, los montó con violencia en un vehículo y los llevó a Gaza mientras un miliciano de Hamás disparaba al aire y gritaba “Alá es el más grande”. Se convirtieron en cinco (todos con doble nacionalidad argentina e israelí) de los más de 250 rehenes que las milicias palestinas tomaron aquel día.

Sus captores los llevaron durante tres horas por un túnel oscuro (uno de los recuerdos que más marcó a Har) y acabaron retenidos juntos en un apartamento. Hasta el 28 noviembre, cuando las tres mujeres (la sobrina Mia es la adolescente con gafas cuya foto se hizo famosa al salir con el perrito en brazos) recobraron la libertad a cambio de la excarcelación de cientos de presos palestinos y de una semana de alto el fuego, la única en ocho meses de guerra. Luis y su hermano Fernando pensaban entonces que serían los siguientes. Tanto que los cinco se despidieron con la frase: “Nos vemos en dos o tres días”, según contó Clara Marman tras su liberación.

No sucedió. El 1 de diciembre expiró la tregua, sin acuerdo para prorrogarla. “Cuando a las 07.00 empezamos a oír los bombardeos [israelíes], Fernando y yo nos miramos y dijimos: ‘De aquí no salimos’. Entendimos que el acuerdo había terminado y nos quedamos un poco de capa caída. A partir de ese momento, al terminar el día, decíamos: ‘Un día menos en prisión’. Sabíamos que era uno menos. No de cuántos, pero nos daba esperanza”.

Fueron 76 más en los que lo que más miedo les daba era oír los aviones israelíes. “No sabíamos hacia dónde iban ni hacia dónde iban a tirar […] A veces se sentía el zumbido de las bombas que pasaban cerca, no sé si arriba nuestro, en el costado nuestro. Se rompieron vidrios en las ventanas varias veces. Cayó a 200 o 300 metros y se sentía. Temblaba todo como un terremoto. El piso se movía todo. Primero sentíamos el temblor y después la explosión. Eso sí que te pone en tensión”, rememora.

Har cocinaba para todos, incluidos sus captores, cuando había con qué. Con un sentido del humor intacto, recuerda cómo el primer día los milicianos islamistas se acercaron con patatas a la mujer de más edad (Clara, 61 años) y le dijeron que cocinase. Ella respondió: “Si quieren comer, mejor que cocine Luis”. Era cuando “había de todo” para preparar platos. Luego, con las trabas israelíes a la ayuda humanitaria que dejaron zonas de Gaza al borde de la hambruna, hubo días que apenas recibían un pan de pita para compartir.

Cuando se quedaron solos los dos hombres, fantaseaban ―medio en broma, medio en serio― con que un comando de las fuerzas especiales israelíes apareciese y los rescatase. Es lo que sucedió el 12 de febrero, acompañado de potentes bombardeos que causaron decenas de muertos. Har pidió a uno de los soldados que le confirmase que “no estaba dentro de una película”.

Es, aclara, como sigue sintiéndose hoy, convertido en celebridad a la que todos saludan y sonríen en el edificio de Tel Aviv donde recibe a este periódico. Es la sede del Foro de Rehenes y Familias Desaparecidas, el principal lobby en favor del regreso negociado de los 129 rehenes que quedan en Gaza, al menos un tercio de ellos sin vida. El tema centra ahora la vida de Har, pese a ser uno de los únicos siete rescatados por el ejército en ocho meses, y posa con una camiseta con el mensaje: “Traedlos de vuelta a casa” y el lazo amarillo que identifica al movimiento. Sigue sin poder regresar a su hogar en el kibutz Urim porque no han acabado la denominada “habitación segura” en la que refugiarse de los cohetes desde Gaza. Hoy, esporádicos, pero más de 3.000 en pocas horas aquel 7 de octubre.

Durante su cautiverio, Luis Har no sintió que sus captores los odiasen. “Nos aceptaron como somos. No hubo ninguna intención de matarnos, sino que fue una situación extraña para ellos y para nosotros”, describe. Nunca lo dijeron así, pero sintió, de hecho, que habrían estado encantados de entregarlos “al segundo día”. Pero pasaba el tiempo, sin canje, y se acabó generando una especie de pacto implícito basado en la confianza. “Estoy aquí ahora también porque ellos sintieron que no tenían que temernos. Que había una cierta confianza de que estábamos juntos en lo mismo. Ellos, por su parte; nosotros, por la nuestra. Ellos tampoco veían a la familia, no veían a nadie. Estaban ahí con nosotros […] Tratamos de demostrarles confianza. Que no nos íbamos a escapar, ni hacer un reto”.

Nunca les pegaron. A veces comían todos juntos. Pero Har nunca quiso olvidar el lugar que ocupaban cada uno en la ecuación. “Sabíamos que si recibían la orden de matarnos, no iban a dudar. Nos matarían en el momento”, subraya. Tampoco los “límites” sobre qué decir ni de qué forma. Evitaron hablar de política. Se atrevió alguna vez y no salió muy bien. “[El dueño de la casa] nos decía: ‘¿qué hacen ustedes acá? Ustedes son argentinos. Váyanse a vivir en Argentina. Esto es Palestina’. Y no había forma de convencerlo de otra cosa. Intenté un poco hablar, pero vi que no había nada que hacer”.

Luis distingue entre “el dueño de la casa” en la que estaban secuestrados ―con quien acabó desarrollando una “especie de confianza”― y los milicianos que pasaban por allí, “más agresivos” y siempre armados. Con el primero llegaron a “intercambiar pensamientos, cosas” como podían. “Manos, piernas, ojos… Todo vale mientras te entiendes. Yo no entiendo árabe. Él no entendía mucho hebreo. Algunas palabras aquí o allá, en inglés. Al final nos entendíamos y con él sí pudimos llegar a un cierto diálogo de cosas diferentes”.

Incluso llegaban a bromear. “Una vez le dije, ¿¡qué pasa aquí!? No hay harina, no hay carne… No hay nada. Él me miraba así, se reía y le decía a Fernando: ‘solo protesta’. Le dije: ‘¿sabes qué? Yo me voy’. ¿Sabes lo que hizo? Me abrió la puerta e hizo así [imita con la mano una invitación a salir]. ‘No, no, me quedo. Gracias…’. Salir a la calle ahí con todos… Eso te explica un poco la situación. Que dentro de todo, él sabía cómo estaba con nosotros”.

Las bromas iban acompañadas, no obstante, de frases de “guerra psicológica”. Les decía, por ejemplo: “¿Para qué van a volver al kibutz si dentro de dos o tres años lo volveremos a explotar?”. O les pedía bajar la voz, para que no la detectasen los drones israelíes que sobrevuelan Gaza y el primer ministro, Benjamín Netanyahu, mandase los cazabombarderos a destruir el edificio, porque los prefería muertos a canjeables. “Cada vez que el ejército tiraba un edificio” en Gaza, les decían que habían muerto muchos secuestrados israelíes. Aunque carecían de acceso a los móviles y a las noticias, estaban al tanto de que no eran los únicos y hasta les dijeron con orgullo el número verdadero: más de 250.

Con los milicianos, matiza, “había que cuidarse más”. No los vio sonreír jamás y su única interacción fue cuando uno se le acercó después de comer y le dijo, de paso y en bajo para que no oyeran los demás: “Gracias por la comida”.

Har insiste hasta dos veces en que no tenía miedo, que no es la palabra. Era “cuidarse, sobrevivir”. Y que la privación de libertad iba generándoles bajones de ánimo, y se apoyaban en función de quién de los cinco estaba más entero. “Solamente puedes estar sentado o acostado. No puedes hacer decidir ni hacer nada. No teníamos ni una hoja o un lápiz. Nada. Y así pasaban los días…”. Como el tiempo se hacía eterno, Luis ―apasionado del teatro, los bailes folclóricos y la cocina― lo intentaba matar contando historias. También imaginaban viajes (“hablábamos de volver a Bariloche, a las Cataratas del Iguazú, a Ushuaia”…) o compartían recetas para un futuro incierto.

No sabían que decenas de miles de israelíes se manifestaban por su liberación. Ni que sus imágenes decoraban calles, plazas, pasos elevados y hasta el principal aeropuerto del país. Él se había hecho a la idea de que podía salir de Gaza sin vida y estaba en paz con ello. Sentía que, a sus 71 años, había vivido suficiente y su “firma”, como la llama, estaba en sus cuatro hijos y 10 nietos. “No pensamos que [las autoridades] se olvidasen de nosotros, sino que el tiempo pasaba y no pasa nada […] Ni sabíamos si éramos lo suficientemente importantes. Por eso fue una sorpresa que nos sacasen de ahí en la forma en la que nos sacaron”.

Insiste en que no quiere hablar de política, pero al final le puede. Asegura que la experiencia ha cambiado su forma de ver el conflicto de Oriente Próximo. Que ya no cree que haya “con quien convivir”, ni quiere ver de nuevo a sus “amigos gazatíes que trabajaban el kibutz”. Regresó un día al otro kibutz, en el que fue secuestrado, y apenas aguantó: “No pude ni entrar en la casa. Es como que me paralicé”.

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