MERCADOS

En un bien entendido –y muy necesario– ejercicio de chovinismo, el Festival de Aix-en-Provence ha decidido este año –de nuevo en su acepción más positiva– mirarse el ombligo. Su gesto, en estos días en los que Francia es observada con lupa y desasosiego en todo el mundo por motivos políticos, esconde, además, enormes repercusiones artísticas e históricas porque, de alguna manera, aquí va a compendiarse en unos pocos días la historia de la ópera. Tras su nacimiento a comienzos del siglo XVII de resultas de las cábalas y especulaciones de una serie de iluminados florentinos, el género vivió su primera gran revolución en París, de la mano de un alemán visionario, Christoph Willibald Gluck, que decidió devolver vida, naturalidad y lo que él bautizó en 1769 (en el famoso prólogo de su ópera Alceste) como “una bella simplicità” a un género que estaba quedándose esclerotizado y que había desviado su centro de gravedad de la esencia dramática del texto a las acrobacias vocales de los cantantes y a unas rigideces formales devenidas en auténticas tenazas. Y su mayor fuente de inspiración para las siete óperas que estrenó en París a partir de 1774 (seis de ellas encargadas por la Académie Royale de Musique) fue la ópera barroca francesa, muy especialmente las compuestas por Jean-Baptiste Lully y Jean-Philippe Rameau. El festival ha iniciado su andadura este verano con las dos Iphigénies de Gluck, sus dos primeras tragédies en francés (el miércoles, en una larguísima sesión de cinco horas y media) y Samson de Rameau (el jueves).

La segunda gran revolución operística –un siglo más tarde– se la debemos, por supuesto, a Richard Wagner, que dirigió en 1847 en Dresde su propia versión (escribió un nuevo final y actualizó la instrumentación) de Iphigénie en Aulide de Gluck, el modelo elegido para acabar con la nueva esclerosis: ahora, la provocada por los nuevos corsés, no menos inflexibles que los barrocos, impuestos por el melodrama romántico italiano. Presentar sucesivamente Iphigénie en Aulide e Iphigénie en Tauride de Gluck, como se hizo el miércoles en el Grand Théâtre de Provence, ambas plagadas de seres humanos, dioses, pasados rememorados, anagnórisis familiares y destinos inesquivables, confiere a la propuesta conjunta –se haya buscado así o no– duraciones y hechuras wagnerianas.

La tercera revolución, más pegada a la anterior, llegaría a poco de comenzado un nuevo siglo, y surgió como una suerte de epígono de la propia subversión wagneriana, si bien concebida y plasmada desde presupuestos diametralmente opuestos. De ahí que el último estreno (reestreno, en este caso) de la semana inaugural del festival provenzal sea justamente la ópera que abanderó en 1902 esa nueva vuelta de tuerca en pos de la naturalización de la ópera: Pelléas et Mélisande, de Debussy, la obra que abrió de par en par al género los portones del siglo XX y cuyo modus operandi sería a su vez el norte que guiaría pocos años después a Alban Berg en los estadios iniciales de su Wozzeck, que conoció aquí, en Aix-en-Provence, el año pasado uno de sus montajes más perfectos de la mano de Simon McBurney. Así pues, cuando la amedrentadora sombra de la extrema derecha planea sobre la libertad de expresión en Francia (así lo ha declarado esta misma semana el director del Festival de Aviñón), Aix-en-Provence exalta con fuerza, para quien quiera captar el mensaje, su pasado revolucionario.

Pierre Audi, el responsable artístico del festival, ya había dirigido conjuntamente las dos Iphigénies de Gluck en Bruselas en 2009. Es curioso que, tras el desastroso Così fan tutte del año pasado, siga conservando alguna fe en el supuesto talento de Dmitri Tcherniakov, que ya se había estrellado aquí anteriormente contra Don Giovanni en 2010 (el peor montaje del que hay noticia en los tiempos modernos, como pudo corroborarse en Madrid cuando se padeció en el Teatro Real tres años después, con un reparto vocal igualmente disparatado) y contra Carmen –poco menos que patrimonio nacional francés– en 2017. El ruso sigue teniendo abiertas las puertas de muchos teatros (no de todos, por fortuna), y este doble Gluck hace ya su quincuagésima producción. ¿Cuántas hubieran sido evitables? Ciertamente, acaba de entrar a formar parte de la lista la que inauguró el miércoles el festival provenzal, no tanto por descabellada o pueril, como todas las recién citadas, cuanto por inane, insípida y huera.

Hay tan pocas ideas en su propuesta escénica, y se deshacen con tanta facilidad, que se requieren pocas palabras para explicarla. Una escenografía única del propio Tcherniakov (cuatro estancias de una moderna mansión burguesa, su obsesión recurrente, reducida únicamente a sus perfiles iluminados en Iphigénie en Tauride, con dos camas situadas en los extremos y una mesa de reuniones –otra fijación del ruso– en una de las centrales) comprime toda la acción en espacios muy reducidos, obligando al coro en muchos casos bien a situarse detrás del escenario, bien, con más frecuencia, en el foso. En Iphigénie en Aulide, el vestuario es el de personas de clase alta ataviadas para una boda; en su compañera, en cambio, todo es oscuridad y ropas militares, en consonancia con la proyección en grandes caracteres de la palabra “GUERRA”, con que se cierra la primera tragedia antes de un largo intermedio para reponer fuerzas.

La protagonista pasa de ser una joven de pelo corto que se mueve casi sin descanso en la primera ópera a convertirse en la segunda, 15 años después, en una anciana prematura, de pelo grisáceo recogido en una coleta y poses hieráticas, como de esfinge. ¿Se explica acaso por el hecho de que, de víctima sacrificial de su padre en la primera, la reencontremos como verdugo de su propio hermano en la segunda? Cuesta creerlo, porque las intenciones declaradas de Tcherniakov (explorar esta inversión de roles de una a otra obra y ahondar en la necesidad de realizar sacrificios en nuestro tiempo) no encuentran un solo correlato visual o dramático en su propuesta escénica. Serena como víctima, apesadumbrada como verdugo, Ifigenia no nos llega como un personaje complejo, sino plano, tan rectilíneo como la escenografía. Su madre, Clitemnestra, bien visible con un vestido de color verde esmeralda, nos sorprende con burdas gesticulaciones, exageradas hasta la caricatura, que Véronique Gens (en apariencia incomodísima) se esfuerza, sin éxito, en que resulten creíbles. También Aquiles pasa a ser un héroe bufonesco, risible, proclive a las gracietas infantiloides, por no hablar del desdichado Agamenón, privado del más mínimo asomo de grandeza regia y ataviado con una chaqueta morada más propia de una comedia barata de enredo, que es lo que parece por momentos esta malhadada Iphigénie en Aulide.

En su secuela, como ya se apuntado, reinan, sin embargo, el oscurantismo –solo roto por esas barras de luz que se encienden independientemente en los cuatro espacios acotados en función de la acción–, el desencanto y la tristeza impuestos por la guerra. Aquí crece, y mucho, el protagonismo de Ifigenia, pero no por ello se ahonda en su psicología, entre otras cosas porque la dirección de actores vuelve a ser banal, cuando no inexistente: salvo en los apuntes de danza colectivos (tirando a burdos, cuando no macarras y ridículos), todos parecen abandonados a su propia suerte. Si en algún momento sube finalmente la temperatura dramática, generalmente inalterable, es por mérito de los cantantes, que consiguen encontrar resquicios para dar rienda suelta a su talento, algo que fue muy perceptible en la primera aparición de Alexandre Duhamel como Thoas, el rey de Táuride, que conforma un trío formidable con Florian Sempey (Orestes) y Stanislas de Barbeyrac (Pilade), los tres cantantes más destacados de la larguísima velada y los únicos que lograron insuflar algo de veracidad en medio de tanto desatino, este último capitaneado por el ridículo Agamenón de Russell Braun, un cantante y una voz intrascendentes, de pobrísima dicción francesa, pero un fijo de las producciones de Tcherniakov: fue Don Giovanni en su primera tropelía en Aix y Guglielmo en el aborrecible Così fan tutte del año pasado.

La ya citada Véronique Gens, extraordinaria cantante y actriz, empezó muy desubicada, vocal y escénicamente, pero su clase logró desbordarse por fin en sus grandes arias del segundo (“Par un père cruel à la mort condamnée”) y del tercer acto (“Jupiter, lance la foudre!”), dos destellos de luz en medio de la lobreguez y el tedio generalizados. Corinne Winters, lejos quizá de su mejor repertorio, se esforzó e implicó en todo momento, realizando un esfuerzo físico y vocal inmenso para encarnar a estas dos Ifigenias casi antagónicas en lo psicológico y con tesituras también claramente diferenciadas, pero no logró dejar un solo momento vocal para el recuerdo, dejando escapar, por ejemplo, esa maravilla de “Je t’implore et je tremble” al comienzo del último acto de Iphigénie en Tauride, que Gluck compuso citando al pie de la letra la giga de la Partita núm. 1 de Bach.

Desde el foso, en su primer Gluck, Emmanuelle Haïm acusó quizá su falta de familiaridad con esta música tan despojada, tan esencial, pero hizo tocar y cantar muy bien a su Le Concert d’Astrée, desplegando más autoridad y control que inspiración. El público aplaudió al final mayoritariamente con alivio, aunque no faltaron, comme il faut, muestras muy aisladas de entusiasmo, las que mantienen hinchada esa gran pompa de jabón que traslada a Tcherniakov de un bluf al siguiente. Habrá incluso quienes califiquen quizás de genialidad la transmutación de la diosa Diana en una doble de Ifigenia o la aparición en ambas óperas de Orestes o Electra como niños pequeños (sin ninguna consecuencia dramática perceptible) o los soldaditos verdes con que juega el primero en Iphigénie en Auride y que reaparecen, en otro brindis al sol, justo al final de Iphogénie en Tauride, una melonada para que los más ingenuos se pregunten por su supuesto significado, situándose con ello por debajo de su falaz ideólogo. Lo peor, con todo, fue que ni en la farsa inicial ni en el cuasiauto sacramental posterior hubo manera de emocionarse un solo momento, por más que ambas obras, concebidas con una inteligencia dramatúrgica y musical desmedida, no busquen justamente otra cosa. Ese es, en realidad, el mayor fracaso.

Todo lo contrario, en cualquier aspecto que se analice, sucedió el día siguiente en el Théâtre de l’Archêveché, donde se dio vida a una ópera inexistente, un Samson con libreto de Voltaire y música de Rameau que jamás llegó a estrenarse al ser prohibido por la censura: supuestamente por la inaceptable convivencia de lo sagrado y lo profano en el tratamiento de un tema bíblico, pero de manera más plausible por las poquísimas simpatías que despertaba entre los censores el lenguaraz autor de las Lettres philosophiques, publicadas el mismo año (1733) que se inició la colaboración entre el filósofo y el músico, a quien se refirió varias veces el primero en su correspondencia como “Orphée-Rameau”.

Se conserva el texto original de Voltaire, pero no la música, parte de la cual debió de encontrar acomodo en obras posteriores. Con muy buen criterio, Raphaël Pichon y Claus Guth han decidido no reconstruir, sino reinventar aquel Samson (un “niño que nació muerto”, escribió Voltaire a su amigo Nicolas-Claude Thieriot en 1739) espigando músicas de entre la amplísima producción dramática de Rameau, pero renunciando a valerse de aquel libreto, incorporando incluso nuevos personajes (Voltaire los reduce a Sansón, Dalila, el Sumo Sacerdote y el rey de los filisteos) y dejando que la historia se cuente fundamentalmente a partir de los hechos desnudos narrados en el relato bíblico del Libro de los Jueces (cuyos versículos van proyectándose a modo de prólogo de las diferentes escenas) y manteniendo en muchos casos el texto de los recitativos, arias y coros tomados prestados de tragedias (Zoroastre, Castor et Pollux, Dardanus, Les Boréades), ballets u opéras-ballets (Le Temple de la Gloire, Les Fêtes d’Hébé, Les Surprises de l’Amour, Les Indes galantes, Zaïs) y las pastorales heroicas (Naïs y Acante et Céphise) del compositor francés. Una suerte de antología del mejor Rameau que nos invita a situarlo en lo más alto del panteón de los compositores que han escrito para la escena.

Con la característica estructura de un prólogo y cinco actos, Guth y sus dramaturgos deciden contar la historia de Sansón como un relato retrospectivo perfectamente articulado que se inicia con los recuerdos de su madre tras la muerte de su hijo, que desencadena a su vez la de los filisteos que había en el templo: una suerte, por tanto, de moderno atentado suicida. Gran parte de los textos de las músicas originales se mantienen, introduciendo tan solo los cambios imprescindibles. Así, el coro “Que tout gémisse, que tout s’unisse” que inicia el prólogo (pórtico del segundo acto de Castor et Pollux) se convierte en “Tribus captives, nos voix plaintives”, con idéntica prosodia, mientras que, en el segundo acto, “Ô perte irréparable” deviene en “Ô crime irréparable”: pequeñas microcirugías textuales y un encaje de bolillos constante que funcionan como un reloj de precisión dramático y en el que arias confiadas originalmente a un mismo personaje (Abramane en Zoroastre, por ejemplo) se adjudican ahora indistintamente a Sansón o al rey de los filisteos, Achisch.

Sansón aparece sucesivamente como un bebé, como un adolescente que descubre su fuerza, como un joven violento y, en un alarde de inteligencia dramatúrgica, como un hombre enamorado, primero de Timna y luego de Dalila, ejes centrales del segundo y el cuarto actos, dos prodigios de compresión narrativa y variedad musical, dos historias de amor que acaban de manera sangrienta y en las que caben la alegría y la tristeza, las danzas (extraordinaria también la coreografía) y los lamentos, la empatía y la traición, el erotismo y la violencia, el dolor y la gloria. El final de una y otra cantando “Coulez mes pleurs” (de Naïs) y “Tristes apprêts, pâles flambeaux” (de Castor et Pollux), respectivamente, y lloradas por la Loure de Les Surprises de l’Amour y la sobrenatural entrada de Polimnia en Les Boréades han entrado ya de lleno en la antología de las mejores muertes operísticas. Como aquí no hay trampas ni recursos fáciles, no hay momento que no parezca fruto de la reflexión y de ensayos concienzudos y meticulosos. Al contrario que las Iphigénies de Tcherniakov, dos barcos a la deriva o al albur de minúsculos caprichos, aquí todo está claramente dirigido hasta el último detalle: cada movimiento, cada sonido, cada mirada, cada gesto, cada silencio. La espléndia escenografía y una cuidadísima iluminación coadyuvan en todo momento al desarrollo del drama. Nada es accesorio, todo es esencial y nos incumbe, nos emociona, nos atrapa.

Jarrett Ott tiene el físico perfecto para encarnar a un Sansón creíble y aunque ni la voz (débil en los graves), ni el estilo, ni sus dotes como actor sean los ideales, se entrega sin reservas y hace gala de un talento que está aún en vías de explotar. Lea Desandre, como Timna, y Jacquelyn Stucker, como Dalila, están, sin embargo, irreprochables en su papel de amantes. De las enormes capacidades de la primera ya teníamos noticias desde hace tiempo, pero la estadounidense, en una prestación igualmente breve pero enormemente intensa, sorprendió por su dominio absoluto del estilo, por una extraordinaria inteligencia escénica y por una contención vocal que no disminuyó un ápice la capacidad expresiva de su canto. Nahuel di Pierro fue un Achisch menos rico en matices y Julie Roset apuntó también excelentes maneras en su intervención inicial desde lo alto como un ángel unialado. Sobresalientes de principio a fin los instrumentistas y los cantantes de Pygmalion, un grupo imprescindible para interpretar el Barroco francés. Raphaël Pichon llevó a todos en volandas en un proyecto en el que se ha implicado mucho más allá de la mera dirección musical. Él y Claus Guth han ido concibiendo el espectáculo como un auténtico work in progress que iba cobrando forma poco a poco hasta transformarse en el portento que fue aclamado unánimemente, pasada ya de largo la medianoche, en el Théâtre de l’Archêveché el jueves por la noche por un público verdaderamente conmovido por la perfección escénica y musical que acababan de regalarle.

Quienes quieran corroborar o disentir de lo aquí glosado podrán hacerlo gracias a la emisora francoalemana ARTE, que emitirá en directo los días 11 (las dos Iphigénies) y 12 de julio (Samson) ambos espectáculos, que han revelado algo que no siempre suele afirmarse con esta rotundidad: que Jean-Philippe Rameau y Christoph Willibald Gluck son los dos grandes operistas más injustamente infrainterpretados. De este Festival de Aix-en-Provence salen ambos gloriosamente reivindicados, con escaso acierto en su plasmación práctica en un caso, pero con una confluencia de talento tal en el de Samson que queda plenamente justificado un cambio de planes estival para poder ver y oír en directo en la ciudad de Paul Cézanne semejante maravilla, uno de esos milagros que se quedan incrustados en la retina y en la memoria durante mucho, mucho tiempo.

_

Exit mobile version