MERCADOS

La importancia que tiene el pan para el pueblo egipcio es fácil de apreciar con solo unas nociones básicas del idioma. Si bien en árabe estándar la traducción más directa para este alimento sería jobz, en el dialecto de Egipto se utiliza aish, que a su vez puede significar vida. El origen de este cruce de sentidos no es del todo claro, y hay quienes no descartan que en realidad la conexión no fuera inicialmente tan intencional. Pero la historia se ha encargado de que así acabe siendo. Y a día de hoy, en Egipto el pan es vida, y la vida, pan.

Desde la mitad del siglo pasado, además, el pan ha simbolizado el derecho de los egipcios a acceder al menos a alimentos subvencionados; las migajas que se han visto obligados a aceptar por parte de un Estado que por otro lado les ha garantizado bien poco. En 1977, el país vivió las famosas revueltas del pan cuando el Gobierno intentó subir su precio, que desde finales de los ochenta se fijó en el equivalente a una décima de céntimo de euro por hogaza. A partir de entonces, las autoridades recurrieron a alternativas más imaginativas, entre las que se cuentan reducir su peso, aumentar la tasa de extracción del trigo o —según sugieren algunos— rebajar la calidad deliberadamente para intentar que la gente se cansara, con el objetivo de rebajar la carga económica para las arcas estatales sin tocar el precio.

Al menos así fue hasta el pasado 29 mayo, cuando el primer ministro, Mostafa Madbouly, anunció que, por primera vez en décadas, se aumentaría en junio el precio del pan subvencionado nada más y nada menos que un 300%, hasta el equivalente a cuatro décimas de céntimo.

La magnitud del cambio es difícil de subestimar. Actualmente, alrededor de 70 millones de egipcios, sobre el 65% de la población, tienen asignadas cinco hogazas subvencionadas al día, que pueden comprar en alguno de los aproximadamente 40.000 establecimientos registrados en el ministerio de Abastecimiento, según el Servicio Exterior Agrícola de Estados Unidos. Para cubrir esta demanda, 30.000 panaderías producen al día entre 250 y 270 millones de hogazas de pan. O lo que es lo mismo: unas 100.000 millones al año.

El principal problema de este programa, al menos desde la óptica del Gobierno, es que no es sostenible. Egipto es hoy uno de los mayores importadores de trigo del mundo, ya que la producción local cubre menos de un cuarto de la demanda total, lo que deja al país muy expuesto a fluctuaciones de precios y a perturbaciones en las líneas de suministros, como las ocurridas a raíz de la invasión rusa de Ucrania a principios de 2022. Hasta ahora, la hogaza subvencionada costaba a la gente menos de una décima parte de su coste real, lo que para el Estado supondrá este año fiscal un gasto de unos 1.700 millones de euros.

Bajo poder adquisitivo

Pero también hay otra lectura de la historia. Desde los años cincuenta, las autoridades de Egipto han sido incapaces de adoptar políticas que creen las condiciones para que la gran mayoría de ciudadanos dejen de depender de un subsidio tan básico. Hoy se estima que en torno al 60% de egipcios viven por debajo o tocan el umbral de la pobreza; el salario mínimo —que a menudo ni se cumple, sobre todo en el vasto sector privado informal— no alcanza los 120 euros al mes; y la inflación de alimentos en mayo se situó en el 31% (tras un pico del 73% en septiembre), lo que está mermando el poder adquisitivo de la mayoría.

Además, la partida destinada a todas las ayudas alimentarias, que también se encuentran en el punto de mira del Fondo Monetario Internacional (FMI) tras haber rescatado a El Cairo múltiples veces en el último lustro, representa alrededor del 3,6% de los gastos proyectados en el presupuesto estatal del año fiscal en curso. Mientras tanto, el pago de la deuda —buena parte de la cual se ha destinado en la última década a partidas de dudoso retorno económico (y calórico) como grandes infraestructuras— absorbe ya más del 50%.

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