MERCADOS

A finales de los noventa del siglo pasado, la periodista e investigadora australiana Suelette Dreyfus escribió un libro legendario sobre la nueva generación adolescente de hackers o piratas informáticos: Underground: Tales of Hacking, Madness and Obsession on the Electronic Frontier (Underground: Historias de Hackeo, Locura y Obsesión en la Frontera Electrónica). Uno de los investigadores que colaboró en el trabajo se llamaba Julian Assange, al que es fácil identificar como Mendax, uno de los personajes. De hecho, en la edición de Canongate Books se atribuye la autoría conjunta de la obra a Dreyfus y Assange. En el capítulo llamado Introducción del Investigador se desliza una misteriosa cita de Oscar Wilde: “El hombre es menos él mismo cuando habla en primera persona. Dale una máscara y te dirá la verdad”. Ese capítulo fue escrito por el hombre que con el tiempo sería cofundador de Wikileaks, impulsor de una de las investigaciones más importantes en la historia reciente que sacudió el debate sobre el acceso a la información de los poderes públicos y que más tarde se convertiría en el prófugo más conocido del planeta.

Treinta años después, Assange sigue siendo para millones de personas una máscara que oculta más los prejuicios y la ideología de sus críticos o las obsesiones y las causas de sus fieles que la verdadera personalidad del exhacker. Para una legión de seguidores es un mártir. Sus detractores lo ven como un exhibicionista hambriento de notoriedad que no ha dudado en desestabilizar instituciones o países con sus filtraciones. Y, por último, para algunas personas que analizan su figura desde la distancia, supone el símbolo de una lucha siempre inacabada entre la libertad de información y el incesante esfuerzo de los gobiernos por suprimirla.

Julian Assange nació el 3 de julio de 1971 en Townsville, Australia. Gran parte de su personalidad, como él mismo ha reconocido, deriva de su madre, Christine Hawkins, y de la vida nómada, aventurera y siempre cambiante que le proporcionó. A los 17 años, Christine abandonó el hogar familiar y la disciplina rígida de un padre académico, para unirse al mundo de la contracultura que revolucionaba las sociedades occidentales de la década de los sesenta. Julian es hijo del arquitecto John Shipton, a quien la madre conoció en una manifestación contra la guerra de Vietnam. La relación fue breve, y padre e hijo no volverían a verse las caras hasta que Assange cumpliera 25 años.

Inicios de hacker

A los 13 o 14 años, obsesionado con los nuevos productos que vendía una tienda de electrónica que había justo enfrente del apartamento donde él y su madre vivían, Julian compró un Commodore 64, unas de las primeras computadoras rudimentarias con la que toda una generación dio sus primeros pasos en la programación informática.

En 1991, Assange era ya uno de los piratas informáticos más conocidos de Australia. Escribía en revistas clandestinas, por ejemplo, junto a otros amigos con las mismas obsesiones, trucos para realizar llamadas telefónicas gratis. Pero de la inocencia de estas gamberradas dio el salto a algo más serio; junto a otros dos hackers, logró acceder a la base de datos secreta del ejército estadounidense.

En el transcurso de tres años, hasta que fue finalmente condenado por un tribunal australiano por 24 delitos de pirateo informático, Julian tuvo tiempo de borrar todos sus discos duros y archivos, de comenzar de nuevo, de tener un hijo —Daniel— con su entonces novia, que acabó abandonándolo. De entrar en un hospital con un severo cuadro de depresión, de vivir una temporada a solas en el bosque y de intentar flirtear con una de las fiscales que perseguía su encarcelamiento.

Y mientras, convencido de ser víctima de muchas injusticias y de su misión redentora, siguió adelante con sus planes de boicot a los poderosos. “Cuanto más injusta o secreta sea una organización, más fácil será introducir miedo y paranoia en sus líderes o en sus camarillas a través de filtraciones”, escribía en esa época en su blog IQ.org.

La irrupción de Wikileaks

En diciembre de 2006, Assange puso en marcha Wikileaks, un portal de internet en el que comenzó a publicar documentos confidenciales, imágenes y vídeos. EL PAÍS fue uno de los medios que participó en ese esfuerzo concertado de publicación de estos papeles.

“Para mantener seguras a nuestras fuentes, teníamos que dispersar nuestros activos, encriptar todo el material y mover constantemente por el mundo nuestros equipos de telecomunicaciones y a nuestro personal para poder activar la protección que ofrecían en cada momento distintas jurisdicciones nacionales”, explicó Assange a la BBC en 2011.

En abril de 2010, Wikileaks conmocionó al mundo, al mostrar imágenes de un helicóptero del ejército estadounidense que tiroteaba desde el aire al menos a 18 civiles en Irak.

Su principal golpe de efecto fue también la causa definitiva que le impulsó a una vida de prófugo que le ha provocado, según amigos y familiares, un profundo desgaste físico y mental. A partir de la publicación de millones de documentos secretos y clasificados del Gobierno estadounidense, Washington inició una persecución sin cuartel que se ha prolongado durante más de una década.

Junto a la causa estadounidense, las autoridades suecas persiguieron también el procesamiento penal de Assange por un supuesto delito de violación y otro de abusos sexuales contra dos mujeres a las que conoció en agosto de 2010, durante una visita a Estocolmo. Una orden internacional de arresto, por una acusación que finalmente se retiró, provocó su detención y posterior libertad condicional en el Reino Unido.

La protección de Ecuador

A través de una maniobra extravagante, Assange logró entrar en la Embajada de Ecuador, localizada en el barrio londinense de Knightsbridge. El Gobierno del entonces presidente Rafael Correa, admirador del prófugo y con el que compartía ciertos valores, le ofreció su protección.

Siete años encerrado en una minúscula habitación —la legación ecuatoriana es de dimensiones reducidas— pasaron factura a la salud de Assange. Aun así, se mantuvo activo en sus maniobras políticas e incluso participó remotamente, con afán de influir, boicotear o alentar procesos políticos, como el proceso independentista de Cataluña en 2017.

El 11 de abril de 2019, la policía británica arrestó al prófugo, después de ser sacado intempestivamente de la Embajada de Ecuador. El nuevo Gobierno de Lenín Moreno no quería saber nada de Assange, un personaje que enturbiaba sus relaciones con Washington.

Para entonces, de manera clandestina, Assange había comenzado una nueva relación sentimental con la abogada Stella González Devant, de origen hispano-sueco, que formaba parte del equipo jurídico del prófugo que le visitaba con regularidad en su pequeña habitación de la Embajada. Los dos hijos concebidos por la pareja, que hoy tienen cinco y siete años, solo han visto a su padre todo este tiempo en las visitas a la prisión de máxima seguridad en Belmarsh, a las afueras de Londres. Es la misma cárcel donde sus padres se acabaron casando hace poco más de un año.

Stella Assange, incansable en la defensa de su esposo y al frente de la campaña internacional que reclamaba su liberación, explicaba recientemente a EL PAÍS el riesgo de suicidio de un personaje complejo al que años de reclusión estaban erosionando: “Tiene un historial médico en ese aspecto. Ya intentó hacerlo cuando tenía veintitantos años. Y ahora mismo sufre un cuadro de depresión. Pero quiero que quede claro. Julian es un luchador”, afirmaba Stella.

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